Desde la niñez, mi vida fue un terreno baldío donde la abstención de afecto, la sobreprotección asfixiante, la soledad implacable, la incomprensión silenciosa y el pesimismo heredado se entrelazaban como raíces envenenadas. Cada día me sumergía más en un abismo interno que me llevó a los desórdenes alimenticios, al desamor hacia mi propio ser y a una autoestima que se desmoronaba como arena entre los dedos.
Vivía dentro de un mundo que erosionaba mi manera de mirar la vida, haciéndome crecer con la punzante certeza de que jamás sería suficiente.
Llevaba en la piel cicatrices invisibles: palabras afiladas que dejaban heridas más profundas que cualquier golpe, silencios densos que pesaban más que los gritos y un fardo de responsabilidades que ninguna niña debería cargar.
El bullying por ser distinta fue otro golpe que dejó marcas imborrables. Esa diferencia, en lugar de celebrarse, me condenaba al aislamiento, intensificando la sensación de estar sola incluso en medio de una multitud. Fue entonces cuando encontré refugio en los libros y en la música: mis únicas ventanas a mundos donde la vida no dolía tanto, mis únicos cómplices en un camino que parecía hecho para quebrarme.
Sin embargo, dentro de ese dolor nació mi aliada más poderosa: la resiliencia psicológica. Aprendí a transformar cada herida en aprendizaje, cada caída en impulso y cada lágrima en combustible para seguir adelante. La resiliencia no fue un don que llegó de repente; fue una herramienta que forjé día tras día, resistiendo cuando todo parecía perdido y encontrando en mi propia mente el refugio que la vida me negaba, llevándome por senderos nunca imaginados: la educación, la música, la lectura y mi fe en Dios.
Hoy puedo decir que mi fortaleza no radica en no haber sufrido, sino en haber usado el sufrimiento como cimiento para mi crecimiento personal. La resiliencia me enseñó a reconstruir mi autoestima, a comprender que mi valor no depende del pasado ni de las voces que intentaron minimizarme, sino de la mujer que decidí ser.
Mi lucha no me definió como víctima, sino como sobreviviente y creadora de mi propio destino. He convertido el dolor en un motor para alcanzar mis metas, y hoy, cada paso hacia mi éxito es la prueba viva de que la resiliencia psicológica no solo salva vidas... también las transforma.