Salvador Reza nació el 14 de noviembre de 1951, en Chihuahua, Chihuahua, México, sin saber que pronto su mundo cambiaría de nombre y de idioma. Tenía apenas nueve años cuando su tía Elvira, entre risas y gritos infantiles junto al río Sacramento, en Majalca, Chihuahua, irrumpió con la noticia que partiría su infancia en dos: ""¡Salvador, Jesusita! Dice su mamá que se vayan en la troca lechera porque se van para los 'Estaires Naires'.""Así, con la prisa improvisada de los migrantes y el desconcierto de los niños arrancados de raíz, comenzó su vida en el norte. Su bienvenida en Estados Unidos: el castigo brutal -tres tablazos por hablar español en el recreo. Fue su primer roce con un sistema que no sólo despreciaba su idioma, sino que intentaba quebrar su espíritu. Pero Salvador no se quebró. Fue degradado del sexto al cuarto grado escolar, sí, pero no en voluntad. Aprendió inglés, superó exámenes con honores y entendió desde temprano que el racismo era un obstáculo que había que saltar, no una pared para rendirse.Fue parte del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva en la preparatoria durante cuatro años y, siguiendo un camino que parecía trazado por el mismo sistema que buscaba domesticarlo, ingresó a la Fuerza Aérea. En Biloxi, Mississippi, presenció otra cara del mismo monstruo: la discriminación contra la comunidad afroamericana. En Europa, la historia se repetiría, ahora con los turcos y los migrantes del sur. Los letreros alemanes que decían ""Perros y turcos no entran"" le sonaban como ecos no muy lejanos de Texas.A su regreso a Estados Unidos, queriendo entender el tejido de ese poder que humilla, estudió Ciencias Políticas en la Universidad de California San Diego. También se sumergió en la Literatura Latinoamericana, buscando en las letras el alma de un continente herido. Pero pronto descubrió que la Academia también puede ser una fábrica de cómplices: profesores domados y un idealismo vendido al mejor postor. A solo tres capítulos de su doctorado, abandonó el camino universitario y se fue a las calles.Organizador nato, trabajó en San Diego, luego en East L.A., y hasta encabezó programas educativos durante la amnistía del '86. Pero otra decepción lo esperaba: la corrupción dentro de las organizaciones no lucrativas, disfrazada de servicio al pueblo.Perdido entre ideales rotos y una realidad que mordía, cayó en el alcoholismo, como otros soñadores que lo precedieron -Huey Newton, José Revueltas, los Hermanos Magón- atrapados entre el amor por el pueblo y las sombras internas.Fue en 1992, durante la Corrida Espiritual de las Jornadas de Paz y Dignidad -una peregrinación indígena desde Alaska hasta Teotihuacán- que encontró el fuego que lo salvaría. La espiritualidad ancestral, viva y rebelde, lo rescató del abismo. Desde aquel 18 de diciembre de 1992, no volvió a probar alcohol ni drogas. Había encontrado el camino.Este libro es más que memoria. Es testimonio. Porque la lucha contra Joe Arpaio y la SB1070 no fue solo por papeles o leyes, sino por dignidad. Por los pueblos que caminan la Tierra desde antes de las fronteras. Por la sangre antigua que aún canta en las venas de quienes aún resisten.